EL PELIGRO DE LAS CUÑAS OCULTAS

24.12.2010 00:40

En abril de 1966, durante la conferencia general anual de la Iglesia, el élder Spencer W. Kimball (1895–1985), del Quórum de los Doce Apóstoles, dio un discurso memorable en el que compartió un relato escrito por Samuel T. Whitman titulado Las cuñas olvidadas. También yo quiero hoy citar el relato de Samuel T. Whitman y después compartir ejemplos de mi propia vida.

Whitman escribió: “[Ese invierno] la tormenta de hielo no había sido muy destructiva. Cierto es que se habían caído algunos cables eléctricos y que había en la carretera más accidentes que de costumbre… En circunstancias normales, el enorme nogal habría podido sostener sin problemas el peso que se había creado en sus ramas; fue la cuña de hierro incrustada en su corazón la que provocó el daño.

“La historia de la cuña de hierro tuvo su origen varios años antes, cuando el hoy canoso agricultor [que ahora vivía en esa propiedad donde había estado el árbol] era un jovencito que crecía en el hogar de su padre. En aquel entonces, el aserradero había sido trasladado recientemente del valle y los pobladores del lugar aún encontraban herramientas y piezas sueltas del equipo tiradas por todas partes…

“Ese día en particular, [el muchacho había encontrado] una cuña de leñador, ancha, chata y pesada, de unos 30 centímetros de largo y bastante gastada por los golpes que había recibido. [La cuña de leñador se utilizaba para ayudar a derribar un árbol; ésta se colocaba en una hendidura hecha con una sierra y después se le golpeaba con fuerza con un mazo de hierro a fin de ensanchar el corte]… Como se le había hecho tarde para la cena, el joven colocó la cuña… entre las ramas del tierno nogal que su padre había plantado cerca del portón de la entrada y pensó en llevarla al depósito después de la cena o en algún otro momento que pasara por allí.

“De verdad tuvo la intención de hacerlo, pero nunca lo hizo. [La cuña] estaba todavía allí, un poco apretada por las ramas, cuando él se hizo hombre. Seguía allí, ahora firmemente encajada, cuando él se casó y se hizo cargo de la granja de su padre. Estaba casi incrustada aquel día en que los peones que trabajaban en la trilla comieron a la sombra del árbol… Clavada y olvidada, la cuña todavía permanecía allí cuando azotó la tormenta de granizo.

“En el helado silencio de aquella noche de invierno… una de las tres ramas principales se quebró y cayó a tierra. Eso causó que el resto de la copa del árbol perdiera su estabilidad y se desplomara también. Después de la tormenta, no quedaban vestigios de lo que una vez había sido un hermoso árbol.

“Al día siguiente, bien temprano, el agricultor salió a lamentar su pérdida…

“Entonces, sus ojos vieron algo en medio de aquel desastre: ‘La cuña’, musitó con tono de reproche, ‘la cuña que encontré en los pastos del sur’. Una rápida mirada le hizo darse cuenta de por qué se había caído el árbol. Incrustada en el tronco, la cuña había impedido que las fibras de las ramas se entrelazaran como era de esperar”.

Las cuñas de nuestra vida

Existen cuñas escondidas en la vida de muchas personas que conocemos; sí, quizás hasta en nuestra propia familia.

Quisiera compartir con ustedes el relato de un amigo de siempre que ya ha partido de la vida terrenal. Se llamaba Leonard y no era miembro de la Iglesia, aunque su esposa y sus hijos sí lo eran. Su esposa prestó servicio como presidenta de la Primaria; su hijo sirvió honorablemente en una misión; y tanto su hija como su hijo contrajeron matrimonio con sus parejas en ceremonias solemnes y criaron sus propias familias.

Como yo, todo el que conocía a Leonard lo apreciaba. Él apoyaba a su esposa y a sus hijos en las asignaciones de la Iglesia y asistía con ellos a muchas actividades organizadas por ésta. Llevó una vida buena y limpia, sí, una vida de servicio y de bondad. Su familia y en realidad muchas otras personas se preguntaban por qué Leonard había pasado por esta vida terrenal sin las bendiciones que el Evangelio brinda a sus miembros.

Durante sus últimos años, la salud de Leonard se deterioró y finalmente tuvo que ser hospitalizado; su vida se consumía poco a poco. En la que sería mi última conversación con él, me dijo: “Tom, te conozco desde que eras niño y creo que debo explicarte por qué nunca me uní a la Iglesia”. Me contó entonces algo que les había sucedido a sus padres y que había tenido lugar muchísimos años antes. Muy a su pesar, la familia había llegado a un punto en el que se vio en la necesidad de vender su granja. Alguien les hizo una oferta que aceptaron pero, después, un vecino les pidió que le vendieran la granja a él —aunque a menos precio— y agregó: “Hemos sido tan amigos que si pudiera ser dueño de la propiedad, la cuidaría bien”. Al final, los padres de Leonard accedieron y vendieron la granja. El comprador —su vecino— tenía un cargo de responsabilidad en la Iglesia y la confianza que ese hecho implicaba persuadió a la familia a vendérsela a él, a pesar de no recibir tanto dinero como hubiera sucedido si se la hubieran vendido al primer comprador interesado en comprarla. Poco después de realizada la venta, el vecino vendió tanto su propia granja como la que había comprado a la familia de Leonard como si ambas fueran una sola propiedad, lo que incrementó su valor y, en consecuencia, el precio final de venta. La antigua interrogante de por qué Leonard nunca se había unido a la Iglesia por fin había quedado al descubierto: Siempre pensó que se había engañado a su familia.

Al término de la conversación, me contó que sentía que por fin se había librado de un gran peso al prepararse para encontrarse con su Hacedor. La tragedia es que una cuña escondida había impedido que Leonard se remontara a alturas más elevadas.

Optemos por amar

Conozco a una familia que llegó a los Estados Unidos procedente de Alemania. El idioma inglés les resultaba difícil y no poseían muchos bienes materiales, pero cada integrante de la familia fue bendecido con voluntad para trabajar y con amor por Dios.

Nació su tercer hijo, pero falleció al cabo de tan sólo dos meses. El padre, que era ebanista, hizo un hermoso ataúd para el cuerpo de su precioso hijo. El día del funeral fue sombrío, lo cual contribuía a la tristeza que sus seres queridos sentían por la pérdida sufrida. Mientras la familia caminaba hasta la capilla, con el padre portando el pequeño ataúd, se había congregado un pequeño número de amigos. Sin embargo, la puerta del centro de reuniones estaba cerrada con llave. El ocupado obispo se había olvidado del funeral y los intentos de ponerse en contacto con él resultaron inútiles. Sin saber qué hacer, el padre se colocó el ataúd bajo el brazo y, junto con su familia, regresó a casa caminando bajo una lluvia torrencial.

Si los miembros de esa familia hubieran tenido menos carácter, habrían culpado al obispo y habrían albergado cierto resentimiento. Cuando el obispo descubrió la tragedia, visitó a la familia y se disculpó; y con el dolor todavía evidente en su semblante, pero con lágrimas en los ojos, el padre aceptó la disculpa y los dos se abrazaron con espíritu de comprensión. No quedó ninguna cuña escondida que causara más sentimientos de enojo. Prevalecieron el amor y la tolerancia.

El Espíritu debe quedar libre de las fuertes cadenas y de los viejos rencores a fin de que el entusiasmo por la vida conceda optimismo al alma. En muchas familias hay sentimientos heridos y renuencia a perdonar. Independientemente de cuál haya sido el problema, no puede ni debe permitirse que siga causando daño. El seguir culpando a los demás mantiene abierta la herida; sólo el perdonar la cicatriza. George Herbert, poeta de principios del siglo XVII, escribió: “Quien no perdona a los demás destruye el puente por el cual debe pasar si desea alcanzar el cielo, ya que todos tenemos necesidad de ser perdonados”.

Qué hermosas son las palabras que el Salvador pronunció cuando estaba a punto de morir en la infame cruz: “…Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

El perdón

Hay personas que tienen dificultad para perdonarse a sí mismas y se concentran en lo que consideran sus defectos. Me gusta el relato de un líder religioso que, junto al lecho de muerte de una mujer, trataba en vano de consolarla. “Estoy perdida”, decía ella. “He arruinado mi vida y la vida de los que me rodeaban. No tengo esperanza”.

El hombre advirtió que sobre el tocador estaba la foto de una joven hermosa. “¿Quién es?”, le preguntó.

El rostro de la mujer se iluminó: “Es mi hija; lo único hermoso de mi vida”.

“¿La ayudaría usted si ella tuviera dificultades o hubiera cometido un error? ¿La perdonaría? ¿La seguiría amando?

Tomado:Liahona , Julio de 2007